La población de Estados Unidos apoya de manera ostensible a sus soldados, pero más de ocho años en Irak han revelado una distancia cada vez mayor entre los estadounidenses que participaron en el conflicto y el resto de la sociedad, para el que la guerra está muy lejos.

A pesar de las banderas nacionales y de las cintas amarillas que se portan como muestra de apoyo a las tropas, los ciudadanos tienen cada vez menos contacto con sus uniformados, que representan apenas uno de cada 200 ciudadanos.

El ex secretario de Defensa, Robert Gates, ha expresado su preocupación en diversas ocasiones. Según él, "para la mayor parte de los estadounidenses, las guerras (en Irak y en Afganistán) son una abstracción, una serie de informaciones distantes y desagradables que nos les afectan personalmente".

Desde el fin del servicio militar obligatorio en 1973, cada vez menos norteamericanos tienen relación con el mundo militar. En 1988, el 40% de los menores de 18 años en edad de alistarse tenían un pariente ex combatiente. Este porcentaje descendía al 18% en 2000 y debería ser poco más de un 10% en el futuro, advirtió Gates, en un discurso ante los estudiantes de la Universidad Duke en septiembre de 2010.

La reorganización de las bases militares en el territorio de Estados Unidos a finales de la guerra fría hizo que ellas se concentraran sobre todo en el sur y centro del país. Como consecuencia, los alistados provenientes de los Estados de esa región, en particular los procedentes del mundo rural o de las pequeñas ciudades, están sobrerrepresentados en relación a los que provienen del noreste industrial o de la costa oeste. Y el ejército suele convertirse en una tradición familiar, donde los hijos de los soldados se unen a su vez a las filas.

Sin solución

La guerra de Irak no solucionó nada. Los estadounidenses, en general, no saben nada de los miles de amputados, de los traumatizados o de las dificultades sociales de los militares más allá de lo que informan los medios.

"Me temo que no nos conocen", no dudó en afirmar el jefe del Estado Mayor Conjunto de EEUU, almirante Mike Mullen, que se jubiló en septiembre. "Creo que no saben la carga que llevamos, el precio que pagamos cuando volvemos de la batalla", agregó en mayo, en la escuela militar de West Point.

Daniel Lagana, ex soldado que participó en varias operaciones en Irak, constata la profundidad de la brecha que le separa del resto de la población todos los días. A los 27 años ha retomado los estudios pagados por el Ejército en la prestigiosa Universidad de Columbia, de Nueva York. Al regresar de su primera misión en 2006, no se sentía cómodo trabajando en un restaurante donde un compañero le reprochaba "haber pasado demasiado tiempo en Irak". Por tanto, volvió a alistarse. Hoy se declara "muy inquieto de la distancia entre la sociedad y los militares".

Bárbara Mujica, profesora de literatura española en la Universidad de Georgetown y consejera de estudiantes veteranos, también constata este "divorcio". "Las guerras continúan y la gente no está ni siquiera al corriente. Hay personas que me preguntan si todavía estamos en Irak", se sorprende esta madre de un ex marine. Según ella, los legisladores lanzan demasiado fácilmente a este Ejército profesional al combate sin medir las consecuencias: "envían a nuestros hijos a luchar sin pensarlo bien, no saben lo que la guerra causa y se esconden tras bellas palabras".

Pero otro peligro amenaza: el de un Ejército politizado. Más republicanos que demócratas (73% frente al 59%) reconocen tener lazos familiares con un soldado. Mullen creyó acertado recordar a los cadetes: "El pueblo es dueño y señor, y debemos permanecer como un instrumento imparcial del Estado, y rendir cuentas a nuestros responsables civiles, sea cual sea el partido en el poder".